Santiago Juan Zurita Manrique
En la bella desconocida entraron los dos amantes agarrados de la mano, dispuestos a visitar los restos visigodos de la cripta. Allí se toparon con una guía que les fue explicando al detalle cómo surgió aquella catedral desde sus cimientos hasta la actualidad, sin omitir detalle. Una vez terminada la visita se quedaron deambulando por las naves hasta que se detuvieron en un sepulcro donde la gente tiraba de la coleta de una doncella a los pies de una gran señora yacente.
-Si tiráis de la trenza, os casaréis en un año- soltó un tipo larguirucho, algo desaliñado y con sombrero gris.
-¿Y la gente se lo cree? -Preguntó Sofía al extraño que se dirigió a ellos.
-Es la leyenda. No sé si se lo creen o no, es una tradición.
-Pues pongámonos a la cola -saltó su novio Mario, intentando deshacerse de esa especie de mendigo que sacó un cartón de vino y les ofreció probar.
-Recordad que la verdadera leyenda -añadió después de echarse un buen trago al coleto- no nace de la coleta de Dña. Urraca, que es la de arriba ni de la Dña. Inés, sino de la doncella a sus pies.
-Vale, muchas gracias -le agradeció ella con la mano y una sonrisa, intentando recordar dónde había oído esa voz tan dulce. El tipo se quedó allí observando, ingiriendo más, observando cómo iban avanzando por la cola hasta llegar al sepulcro. Sofía entonces dudó por un instante, miró a Mario y decidió no tirar, sino acariciarla. Mario, aún más dubitativo ante la idea de que aquello se cumpliera, simuló tirar, pero ni la tocó.
-Es la tradición -dijo pegándose a ellos y acompañándolos hacia la salida.
Al salir del templo, Mario se despidió de aquel viejo, pero Sofía, por alguna razón, no deseaba desprenderse de su compañía: siguió a su vera hasta que su novio reculó y se unió a ellos.
-¿Tenéis hambre? -Preguntó mientras prendía un pitillo.
-Un poco -contestó Sofía como si aquel hombre y aquella voz formaran parte de su pasado.
-¿Qué os apetece?
-Adonde fueres, haz lo que vieres, dicen… -soltó ella tratando de recordar.
-Aquí en Palencia se comen lentejas pardinas, alubias de Saldaña o menestra de la tierra, pero se puede comer lo que sea cuando aprieta el hambre -dijo quitándose el sombrero y alisándose el pelo canoso.
-¿Y restaurantes?
-Hay uno bastante bueno en el centro, en la calle la Cestilla. El Maño, no muy lejos.
-¿Y es caro?
-No, no es caro.
-Pero ¿qué haces, Sofía? No conocemos a esta tipo y… -protestó apartándola un poco para que no le oyera aquel hombre.
-Si está cerca, para qué más. Me muero de hambre -dijo haciendo caso omiso de su novio.
-No te entiendo -masculló Mario.
-Pasamos por el hotel antes, tengo que cambiarme…-repuso Sofía dirigiéndose al extraño y tratando de averiguar de qué le conocía.
-Sin problemas… ¿Dónde os hospedáis?
-En el Jorge Manrique -respondió.
-Eso está cerca -añadió dando un par de caladas al pitillo y mirando el rostro de Sofía.
Apenas deambulaba gente en aquel agosto infernal, pero la calle Mayor con sus soportales mermaban aquel calor. Sofía hacía que miraba a aquellos edificios tan señoriales mientras recordaba de qué le conocía. Sintió algo especial correr por sus venas y el vello incluso se le erizó. Mario, sin embargo, iba serio, mirando al suelo sin percatarse de aquellas casas tan diferentes las unas de las otras, con esa personalidad que las hace únicas. Dejaron la calle principal y se encaminaron hacia la Diputación. Pasaron por ella hasta llegar al hotel. El hombre se quedó en la puerta fumando otro cigarro. Le temblaba algo el pulso y trataba de que no se notara. Se quedó allí al pie de la entrada como si fuera un mendigo cualquiera de la ciudad y en verdad lo parecía porque el recepcionista tan pronto como le vio, salió para avisarle de que allí no se podía mendigar ni estar, y le insinuó sin cortapisas que si no se marchaba, no le quedaría más remedio que llamar a la municipal.
-Lo siento señorita, pero con esas pintas, usted me dirá -repuso el recepcionista algo contrariado.
-Pues es amigo nuestro -replicó Sofía.
El recepcionista les pasó las llaves y se quedó mirando el culo de Sofía mientras se dirigían al ascensor. Ella se giró de repente y le pilló con los ojos en la masa.
-Sofía, no sé a qué viene todo esto de defender a un tipo al que nadie le ha dado vela en este entierro…-soltó ya en el interior del ascensor.
-Yo se lo he dado, Mario -interrumpió dando al botón del segundo piso del ascensor.
-Te pareces a esa Teresa de Calcuta…
-No tiene gracia ese comentario tuyo, ¿sabes? Ni pizca de gracia -añadió mirándole a los ojos-. Me cae bien, eso es todo. Además nos ha enseñado un poco la ciudad e intenta ser amable. No veo nada raro en ello…
-Si tú lo dices…-soltó Mario con cierta ironía y apartando la mirada.
Mario abrió la puerta. Frente a él, una habitación amplia, con cama matrimonial y servicio completo. Habían pasado la noche anterior, pero ella no quiso hacer el amor. Él se había enfadado mucho e incluso le había insinuado que de seguir así, la dejaría. Tuvieron unas palabras, pero al final todo quedó en agua de borrajas, al menos eso pensó él. Se quedarían una noche más hasta partir con dirección al norte de la provincia para terminar las vacaciones estivales.
-¡Pero tú te has vuelto loca! -Exclamó enojado asustándola al cerrar la puerta-. ¿Quieres comer con ese tipo…? ¡Conmigo no cuentes, yo no como con mendigos! -Dijo mientras echaba una ojeada desde la ventana para comprobar si aún estaba ahí. Al no atisbar lo deseado, decidió abrirla y asomarse, pero se echó para atrás al ver a aquel hombre mirándole desde abajo como si supiera ya en qué habitación se encontraban.
-Siempre desconfiando de todo el mundo, Mario. Pareces un niño…
-O sea, que viene un tipo al que no conocemos de nada, con pintas de borracho o yo qué sé, y le tengo que abrir los brazos porque tú lo digas…
-No tengo ganas de discutir más y menos por esto… Me cambio y nos vamos…
-Yo con ese tío, no voy. ¡Queda claro!
-Pues tú te lo pierdes… Seguro que tiene mil historias que contar…-objetó mientras se desprendía de la camiseta en el servicio.
-Si te vas con él, yo me largo. A mí no me haces esto…
-¿No te hago qué? -Preguntó poniéndose una blusa.
-No te hagas la tonta. Si sales por esa puerta, ya no me verás más…
-Creo que lo estás llevando demasiado lejos -repuso Sofía repasándose el pelo con el cepillo.
-Tú verás…
Se miró en el espejo y vio que la blusa de color azul le sentaba mejor. Además no sudaría tanto. A continuación se pellizcó las mejillas, pasó los dedos mojados con saliva por sus cejas, cogió el frasco de colonia y se roció con ella todo el cuello y parte de la blusa. Luego salió por la puerta dejando a Mario allí de pie con ese aspecto tan suyo de tener cara de pocos amigos.
-¡Estás loca! -Gritó saliendo al pasillo.
-Loca o no, me voy con él. Seguro que no me chilla y por si no lo sabes, se trata de mi padre, mi verdadero padre, el que mi madre echó cuando yo era tan solo una niña. Se merece una oportunidad y yo se la voy a dar. Él me ha reconocido porque soy igual que mi madre…
-¿Y por qué no lo has dicho antes?
-Porque no sabía que juzgabas a las personas con solo una mirada. Te observé en el sepulcro y no cumpliste con la tradición… Yo tampoco, por si lo deseas saber. Tenía dudas, pero ya no.
-Pero…
-Búscate a otra con la que puedas sonreír, vivir sin gritar, apreciar y amar. Conmigo se ve que nunca lo harás.
-No es justo -replicó aturdido.
-No sé, pero esa leyenda de la trenza nos ha ayudado más de lo que esperábamos. No nos casaremos ni mañana ni dentro de mil años. Doy gracias a ese sepulcro y a su tradición por haberme abierto los ojos, ciegos hasta ahora. ¡Que te vaya bien!