Una de las definiciones de ilusión, según la RAE, es esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo, pero yo creo que se queda algo corta esta afirmación a pesar de ser buena, tal vez por la dificultad que encierra semejante palabra para un diccionario. Un poeta creo que lo haría mejor que nadie, saben cómo encerrar en pocos versos lo que a los demás nos cuesta tanto describir. No obstante, atrevido como soy, he de decir que tiene, a mi juicio, mucho que ver con las emociones y con la felicidad en especial.
El sujeto ilusionado con lo universal es feliz como lo es el enamorado, siente una fuerza interna que le empuja hacia el optimismo y hacia la esperanza, hacia la acción por cambiar lo que huele mal, a ver el mundo de manera diferente, a través de unas pupilas encendidas por la atracción de lo anhelado, sea la preciada libertad, la igualdad ante la ley o cualquier otro deseo que no tenga que ver con la ilusión material, esa de la que no quiero hablar ahora, esa que nos muestran desde niños, o la que vemos en los anuncios de televisión o en los programas basura donde todo se confunde; el sujeto ilusionado por lo universal siente amor, empatía hacia los demás, sabe que el inicio de algo bueno ha comenzado ya, y que su ser ya forma parte de esa nueva realidad.
La ilusión, en este buen sentido de la palabra, consigue que seamos menos egoístas, incluso provoca tales cambios que no pareces el mismo. Todo lo bueno que hay en ti se multiplica por cien hasta el punto de poner atención a situaciones que antes podían pasar desapercibidas, como por ejemplo ese mendigo tirado en mitad de la calle. De repente lo ves, ahí solo, barba hirsuta, casi descalzo bajo la lluvia, viendo cómo los demás ni se percatan de su existencia como si fuera invisible, como lo viste tú el día anterior, de pasada, sin fijarte en sus manos, en su ojos, en sus pies. Pero esta vez ya no lo ves como a un pobre desgraciado, como a un borracho, sino como a un ser humano que sufre por no tener hogar, por no tener amigos que le llenen de cariño, ni tan solo un familiar que le acoja entre sus brazos, y es entonces cuando por un instante te sientes él, tal vez su único amigo y le haces un regalo desinteresadamente con tu compañía, o le ofreces algo de dinero para que haga con ello lo que desea sin pensar en más. Y si no tienes prisa, te detienes y le hablas, tanteando si necesita ayuda o no. Y si encima eres un político ilusionado por mejorar la vida de los demás, no puedes evitar sentir vergüenza por no haber puesto los medios para ayudarlo, jurándote enmendar esa situación. Y si eres empresario y te dice que ha sido parte de tu empresa y que lo despediste en plena crisis, le ofreces tu mano y le das el mismo sueldo que a los demás sin importar si es hombre o mujer, y si eres madre o padre, miras en su rostro, en el dolor de sus ojos, de las heridas causadas por la vida, y sin querer recuerdas a tus hijos y los ves en él, porque este tipo de ilusión, como el amor o la felicidad, rompe la superficie helada de lo material, de lo desconocido, para adentrarse en lo espiritual, en lo universal, uniéndote y fusionándote en tu entorno con tal gracia que te rindes ante su hechizo.