Llovía sobre los tejados de las casas mientras el último artesano cuidaba de terminar su última y postrera novela. Sabía que sus páginas estaban contadas y que poco público iba a saborear cada una de sus palabras nacidas del corazón o del inconsciente más profundo de él. A medida que la historia se iba forjando, la intensidad del aguacero le trasportaba a tiempos pasados, los que siempre le habían perseguido en los ratos sentado junto a la chimenea, luz inagotable de placer y de inspiración serena y contenida. La brisa del anochecer soplaba sobre cada letra inoculando de vida la palabra, la frase, la emoción, la trama. El fuego devoraba los leños entre bailes de amarillos y rojos con ligeros toques de silencio expectante, de sueños calculados en lo imposible, derrochadores de nostalgia y de una cierta melancolía acogedora, derrochadora de ingenio improvisado arropado por la experiencia de los años. La voz de cada personaje resurgía en aquella realidad paralela forjada en el interior de lo desconocido, manantial constante de la nada embebida del todo hasta que sintió que la batalla estaba ganada, que el final se acercaba y que los muertos anónimos resucitaban con más fuerza que su ingenio, que su voz, derrotándolo como a un monigote bajo el aguacero que seguía resonando en el misterio de la noche del alma. Oyó un par de ladridos y el mar se acercó a él de repente. El mar avanzó en el páramo de las ideas y la última palabra se escribió. La última. Luego se quedó ensimismado junto al fuego y se acordó de su primer amor. A ella la novela dedicó y pensó que si volviera a renacer, lo dejaría todo y se iría tras sus pasos sin pensarlo, pues aquel instante que un instante duró se había convertido en una eternidad sin su amor.
La última palabra
Santiago Zurita