VIERNES 30 DE AGOSTO DE 2019

PREGÓN POÉTICO DE SAN ANTOLÍN A CARGO DE
MARCELINO GARCÍA VELASCO

 

LUGAR: Sede del Ateneo. C/ Sta. Teresa de Jesús, 4. Palencia.
HORA: 19:30h.
PRESENTAN: Enrique Gómez Crespo y Miguel Ángel Paniagua

Entrada libre hasta completar aforo   

El Ateneo de Palencia disfrutará, al igual que lo hiciera el año pasado, de su pregón poético, esta vez de la mano de Marcelino García Velasco, y el cuál servirá a su vez de inauguración del nuevo curso 2019-2020.

HACE veinte años, un día más o menos como hoy, lanzaba al aire del Teatro Principal un pregón literario que, en el decir de Carmen Casado y tantas otras palentinas y palentinos, sonó parecido a la voz de un ángel pregonero, de tal manera que ella me animaba a repetirlo hoy, pero yo, puesto en el tango, pienso que veinte años no es nada y, en un arranque de petulancia, me digo para los dentros que a lo mejor alguien se acuerda de él y se queja, con razón.

 Y hago otro pregón. En aquel, Palencia nacía gracias a los ojos de una mujer y empezaba así:

                                               “Mis ojuelos, madre,

                                                 valen una ciudade.”

¿Cómo sería la moza que cantaba estos versos? ¿Cuál su hermosura? ¿Con qué frutal de la elegancia puso, en su orgullo de mujer bella, tan maduro el tiempo que todavía hoy suena real aquella afirmación? ¿De qué manera brillarían en el espejo de la ilusión, al mirar, aquellos ojos? ¿Qué otros ojos no temblarían al verse en ellos reflejados?

                                                 “Valen una ciudade,

                                                   madre.”

“Mis ojos son claros, mis ojos son verdaderos. Cuando los alzo, valen una ciudade.”

Y una mañana, entre trinos de avecicas y aromas de espinos, un juglar que pasaba por allí, oyó el cantar e hizo de aquellos ojos una ciudad desde sus versos.

Y así nació Palencia. Ya sé que no es histórico, pero el canto del juglar no se hizo para la Historia, si no para alimento de la fantasía, que también es realidad fuerte y poderosa.

Y hoy, 30 de agosto, 20 años más tarde, que no son nada, quiero traer hasta estas paredes grises del Ateneo de Palencia un canto no a la ciudad, sino a la madre. Y al cantar a la madre estoy con la mía, que ya no está, y que vino de Astudillo a las Palencias,  como allí se decía, a servir, porque así me alimentaba a mí mientras su marido, mi padre, estaba en la guerra incivil nuestra o en Alemania, donde le cogió la otra, y que luego, todavía joven, aireaba las vísperas y sus preámbulos, o sea, sus comidas para poder salir el día 2 de septiembre a gozar del agua de San Antolín, del silbo de la dulzaina y un vermut por añadidura en cualquier bar, y después de estos goces, populares y pueblerinos, volver a casa a comer bien, porque con el patrón y la Navidad, dos días al año, se excedían los pobres a comer como los ricos, ahí es nada; y también con mi mujer que

                                “vino de la Extremadura

                                  y no a poner a su caballo

                                 de plata las herraduras”,

que canta la copla, sino a alumbrar los ojos de los niños para la vida, y a hacerlos también, para que fueran palentinos, y a tantas madres que pisan la ciudad,  algunas están aquí, y por todos vosotros va este pregón.

Cuando el tiempo era abril, la mujer llenaba el universo y la madre se alzaba por encima de todas las palabras.

El niño decía madre y era como si se abría el mar. En ella se agrupaban la seguridad y la alegría, y con solo su presencia desterraba los miedos más profundos, iniciaba los sueños, hacía que los ojos perdieran lo inmediato de su pequeño mundo. Y todas las bendiciones del aire venían a recibirlo y ampararlo.

En aquel tiempo la voz de la madre  calmaba inquietudes menudas y tramposas, desterraba caprichos sin salsa, sosegaba deseos imprevistos y exigentes y se hacía canto o cuento, volvíase compañía.

Y   como los adelantos eran pocos y las necesidades muchas, la madre tenía que saberlo todo. No todas las cosas, sí todo lo que había, o podía haber en el redondel mágico del niño y en el camino por el que ese niño debería andar seguro.

Su voz era norte y compañía, sendero y seguridad, bandera y trono. La voz de una madre abría todas las ventanas del tiempo desde las que asomarse a la alegría y a la vida.

¿Dónde había aprendido una mujer el oficio de ser madre?, se preguntaban  muchas veces quienes se asombraban de que aquella mujer, casi una niña ayer, hoy supiera guiar a quien entraba a la luz y quería con sus manos poseer todos los misterios alados de la Tierra.

Pero ser madre no es un oficio.

Posiblemente, aquella mujer, casi niña hacía unos días, fue meditando durante nueve meses -tantos como vio abombarse su vientre, perder lisura ganando en redondez- que en ella se estaba produciendo el milagro del principio de lo eterno y había que prepararse para que una nueva flor que llegaba al universo tuviera los cuidados de un rey. Y fue llenándose de mundo y de saberes.

 Todo el amor por su hijo crecía de aquella pregunta que un poeta puso en boca de una madre, pensando en la llegada próxima del hijo:

                                 “¿Cómo lo cogeré yo,

                                 que no se me rompa, no?”

En la respuesta que se dio esa madre, y que el poeta no nos descubre, empieza la sabiduría de la mujer para llevar al niño en sus brazos, primero; de la mano, más tarde; hasta ir soltándolo poco a poco y dejarlo libre al aire del mundo mientras le iban brotando y creciendo nuevos mundos, particulares, buscados, propios.

Posiblemente, me argumentaréis que esto que os digo es sólo literatura.

Y tendréis razón porque os hablo desde una experiencia prestada. Bromas aparte, llevo toda una vida intentado ser madre, pero naturaleza no me ha acompañado en el deseo y moriré sin verlo cumplirse, y menos a esta edad. Sin embargo, sí os hablo desde la experiencia de hijo, que es como debe cantarse a la madre. Ser hijo es ser  deudor y, además, testigo. Y, casi siempre, recibimos en lo más central del pecho la lanzada de ver cómo perdemos su presencia, el manto amparador de la alegría. Cuando la madre se nos va, quedamos sin andar el camino que emprendimos juntos.

 Y ahora sí que os hablo desde una experiencia personal.

 Cuando perdí a mi madre, se me quedó el mundo lleno de agujeros negros. Si me preguntaban por ella, decía, como siempre, que era muy guapa, que luego se me hizo muy vieja, se quedó sola, sin mundo, o, acaso, en su  mundo de niña, pero sin ser feliz. Y se me llenaba la boca de arrugas y de miel.

 ¿La dimensión de una madre, va desde la belleza a la vejez?

 No es ésa la verdad. Aquí el tiempo no cambia el retrato que se amó y que llevamos en el corazón. Y puede que por ir acercándonos al tiempo maduro de una madre ésta permanece siempre clavada en el altar de la belleza.

 La madre es un corazón llenándose de tiempo, o llenándose de hijo, que eso es el tiempo para una madre.

 Y con el poeta argentino Juan Gelman, decir de una mujer, y que yo, sin su permiso, que para eso lo escribió, lo sitúo en la madre, que:

                     “esa mujer era dos mujeres, es decir poquito,

                       debía tener unas 12.397 mujeres en su mujer”.

Y  un peruano, pequeño como casi todos, hijo de una india chimú y de un gallego, el mínimo y grande César Vallejo, así lo testimonia y canta para  su madre, a la que tanto amó. Cuando la perdió, se le alborotó la vida, entró en la cárcel por pensar derecho, y, cuando salió de ella, dejó América y se vino a Europa.  Y así le ofrece un canto para que su madre sepa todo lo que él conoce y poder entrar más dentro de sus miradas

 “Hay, madre, un sitio en el mundo que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.”

 “Mi madre me ajustaba el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.”

 “La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a  mi muerte. Que soy dos veces tuyo: por el adiós y por el regreso”.

“¡Hijo, cómo estás viejo!”

 “Y desfila por el color amarillo a llorar porque me halla envejecido en la hoja de la espalda, en la desembocadura de mi rostro. Llora de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? Mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo!”

 Ese hijo hace confidente a su madre de cuanto va viendo, conociendo, sufriendo, aunque ya no esté, abre su corazón para ser amado.

 Y no es nuevo; viene de siempre. Hacer confidente a una madre, es acercarse en el amor.

  Ya en la Edad Media lo sabían y lo cantaban los juglares y abrían el corazón a su madre:

                                         “las penas, madre,

                                          de amores son.”

Es una confidencia que nace en el amor y en la confianza entre dos y que, a lo mejor, por encima de todo, sólo persigue consuelo.

                                         “Aquel pastorcico, madre,

                                     que no viene,

                                    algo tiene en el campo

                                   que le entretiene.”

Otra queja, otro temor, otra muestra de entrar en el abrazo maternal viven en estos dos versos:

                                   “El mi corazón, madre,

                                    robado me lo han.”

y que incluye un deseo de comprensión. ¿A quién volver los ojos si no a la madre?

Pero también avisa a la madre de que puede ser enemiga, por no ser correspondida o por despecho.

                                        “Enemiga le soy, madre,

                                        a aquel caballero yo:

                                       mal enemiga le soy.” 

 O puede que la confidencia sólo descubra que ha dejado de ser niña y se ha enamorado.

   “Por un pajecillo

del corregidor

peiné yo, mi madre,

mis cabellos hoy.

   Por un pajecillo

de los que más quiero

me puse camisa

labrada de negro,

y peiné, mi madre,

mis cabellos hoy,

por un pajecillo

del corregidor.”

Habréis notado en todas estas muestras poéticas dolor y alegría, en fin, de lo que están hechas, siempre, las confidencias que buscan consuelo.

Consuelo, posiblemente, la corteza defensora del oficio más importante de una madre. Saber consolar es hacer más próximo al hijo, más plenamente hijo, porque del recibir consuelo nace la confianza.

Un hijo no es un amigo, sino, simplemente, un hijo, valga la perogrullada, alguien en quien una  madre es prolongación de sí misma.

Seguramente -yo sí lo hago- hay que desconfiar de esa concepción moderna de que  madre e hijo deben ser amigos. Un hijo, por encima de todo, ha de ser hijo, todo lo demás es vacía palabrería.

Una madre no necesita saber cómo es un hijo pues conoce perfectamente cómo es su hijo.

 Un poeta contemporáneo, que cantó como nadie a la Castilla lisa como vientre de mujer, Francisco Pino, desaparecido no hace mucho  y ser -vaya por Dios- muy viejo, nos dejó en un villancico para la Navidad, escrito:

                                                                                   “El Niño

                                                    con qué alegría, a su madre,

                                                    las  teticas le cogía.”

 

Y que para mí -aunque no sea verdad y sólo lo parezca- le nacieron estos versos de ver en Monzón de Campos  lucir en un retablo menudo y hermoso, a un niño con una de sus manitas coger a su madre las teticas empezando por una.

 Si vamos -por una vez, siempre fue al revés- de lo divino a lo profano, en este momento nace la confianza del hijo por hacer a la madre depositaria, sin saber hablar, de sus penas o de sus alegrías y de sus victorias, o de estar en la vida, como canta a su madre aquella moza:

                                 “Que yo, madre, yo,

                                           que la flor de la villa m’era yo.

                                             Íbame yo, madre,

                                           a vender pan a la villa

                                           y todos me decían:

                                          “Qué panadera garrida.”

                                           Garrida m’era yo.

                                           Que la flor de la villa m’era yo.”

Y también las penas. La alegría de la panadera por su belleza contrasta con la queja que busca comprensión o consuelo porque su amor no es correspondido o desdeñado.

                                 “En la cumbre, madre,

                                   canta el ruiseñor;

                                   si él de amores canta,

                                   yo lloro de amor.”

 O sencillamente porque su amor se va a otros lugares, no sabemos por qué:

                                     “Van y vienen las olas, madre,

                                   a las orillas del mar,

                                   mi pena con las que vienen,

                                   mi bien con las que se van.”

 Por eso ser madre no es un oficio, sino una suma de oficios. Ella resuelve todas las necesidades o apuros del hijo, aunque se equivoque. Errar por amor no arrastra culpabilidad y sí compromiso. Y el más grande: compromiso de amor.

 Decía antes que una madre tiene que saberlo todo. Desde comprender, a consolar, valorar y medir. Sólo que su hijo, único entre miles y miles, no  es el hijo, sino su hijo y eso evita comparar y evitará competir.

 Pero de estos oficios el  más difícil para una madre es el decir no. ¡Cuánto cuesta un no! ¡Cuántos prejuicios alrededor del no! ¡Cuánta falsa compasión para evitar el no! Sobre todo en los días que hoy corren sin parar y sin pararse en miserias familiares.

 Cuesta un mundo. Vale todo en estos tiempos inmorales. En esta sociedad nuestra de consumo y despersonalización atreverse a decir no es un heroísmo.

 Sin embargo, la verdadera libertad de un individuo nace de no haberle dejado de niño hacer todo aquello que apetecía, de haber puesto ciertos límites a su voluntad, de haberle enseñado que no todo lo que se quiere hacer se debe hacer.

 Quien acepta valorar un no, aprende que un no es gratuito siempre, sino ganado, muchas veces.

 Otro oficio de la madre es aprender a ser complaciente con lo que los hijos realizan porque les habrá enseñado así a no ser complacientes con todo, porque de esta manera nacerá en ellos un sentido crítico a su propio obrar y al de sus próximos.

Y uno más es el de aceptar al hijo tal como es, sin mostrar rebelión si no salió como pensaba, ni exultación si, por el contrario, alcanza a ser y a estar muy por encima a como imaginara, porque, en definitiva, lo que el hijo consiga será siempre, para bien o para mal, personal.

Y otro, añadido, es el de saber huir de la falsa piedad o del dirigismo: pobrecito, que viva lo que no tuve yo, que sea lo que yo no pude ser.

Este oficio, que es difícil de dominar a la perfección, se complementa con aquel otro de dejarle crecer. Así como vino a nacer sin intervención por su parte, ha de ver al hijo cómo crece en libertad, que sea enteramente él sin que ella esté  de por medio, es decir, de protagonista. Esto no quiere decir, sin embargo, que no le eche un ojo para saber lo que hace, hacia qué lado tiende su libertad.

Como veis, ¡cuántos oficios para una madre! Pero una madre es oficial de primera en cada uno de ellos, porque sabe que usándolos todos, ejerciéndolos todos, enseña a su hijo el camino de la responsabilidadsin el que es difícil ser feliz.

 Decía Albert Camus que “los hombres mueren y no son felices”. A lo mejor la gran felicidad está en aceptar esta verdad con responsabilidad.

¡Cuánto espacio abarca el campo de una madre! Y le viene de atrás, como el aire. Está en la vida como el agua, vieja y necesaria.

   Una madre , ¿es anterior a las estrellas,

es anterior al canto de los gallos,

más anterior que el llanto de un poeta?

Una madre es la suma floral de la materia,

el gayo canto mañanero del aire abierto al sol del corazón.

Una madre es el sol y el corazón y el aire.

Para esa madre -porque todas las madres son una madre- aquel peruano, grande como la voz de la verdad, dejó este poema emocionante.

   “Madre voy mañana a Santiago,

a mojarme en tu bendición y en tu llanto.

Acomodando estoy mis desengaños y el rosado

de llaga de mis falsos trajines. 

   Me esperará tu arco de asombro,

las tonsuradas columnas de tus ansias

que se acaban  la vida. Me esperará el patio,

el corredor de abajo con sus tondos y repulgos

de fiesta. Me esperará el sillón de ayo,

aquel buen quijarudo trasto de dinástico

cuero, que pára no más rezongando a las nalgas

tataranietas de correa y correhuela.

   Estoy cribando mis cariños más puros.

Estoy ejeando, ¿no oyes  jadear la sonda?

                               ¿no oyes tascar dianas?

Estoy plasmando tu fórmula de amor

para todos los huesos de este suelo.

Oh si se dispusieran los tácitos volantes

para todas las cintas más distintas. 

  Así, muerta inmortal. Así.

Bajo los dobles arcos de tu sangre, por donde

hay que pasar tan de puntillas, que hasta mi padre

para ir allí,

humildóse hasta menos de la mitad del hombre,

hasta ser el primer pequeño que tuviste. 

   Así muerta inmortal.

Entre la columnata de tus huesos

que no puede caer ni a lloros,

y a cuyo lado ni el destino pudo entrometer

ni un solo dedo suyo.

   Así muerta inmortal.

Así.

 En estas palabras, aunque no las hayáis comprendido enteramente por su léxico y decir sudamericano de vanguardia, sí habrá quedado de ellas el temblor, su emoción, el emblema de lo  que es y fue una madre.

 Vuestros hijos no dirán así de genial lo que sienten por vosotras, pero, a lo mejor, porque sois más jóvenes que la de aquel indiecito peruano, os lo expresen desde la dedicatoria diaria de su trabajo, sin saberlo vosotras, de un gol bandera de amor en un partido inolvidable.

Que las fiestas de San Antolín os traigan, como casi siempre, una alegría duradera, por más que parta de lo ocasional, y que os sea Palencia un guante que os abrigue el ánimo para vivir sobre la ola del desgaste humano que nos amenaza cada día, porque, también, los ojuelos de una madre valen una ciudade.

Y que en este San Antolín, y en cualquier fecha, nunca olvidéisque una madre siempre será una fiesta. Inacabable.

Es mi mayor deseo que estas fiestas del patrón de la ciudad  os sean memorables y, ojalá, andéis todos acompañados de madre por esa vereda del amor en la que no crece hierba de tanto pisarla juntos.

 

Marcelino García Velasco