¡Yo sí tengo pueblo! ¿Es tan importante?
¡Yo sí tengo ciudad! Jamás lo he oído. Acaso se trate de una reivindicación de aquellos que ven el mundo rural desplomarse y no desean resignarse a quedarse sin él, a ver cómo la urbe se lo traga todo y absorbe hasta el alma de los recuerdos. Es obvio que el pueblo tiene algo especial, además de iglesia y ayuntamiento. Tiene conciencia, valores, tribu o al menos así lo vivimos, una base sólida mejor o peor cimentada sobre la que sustenta el ser humano y crece a partir de ahí de forma finita o infinita, y eso le hace especial. ¿Tiene alma? Yo creo que sí. Sin embargo, algunos nacidos en aldeas, pueblos o villas rehúyen de su origen porque les recuerda a miseria, a jornadas duras, interminables para llevarse un plato no muy variado a la boca. Pero otros lo recuerdan como una etapa única, la niñez llena de niños y libertad; la adolescencia tardía o inexistente; los primeros despertares que la vida nos regala en el clamor del silencio; las luciérnagas escondidas atrapadas en su luz;  el techo resplandeciente sobre la era con olor a mies; el lugar donde el abuelo y la abuela se sentían mejor, hicieran a pesar de la dura jornada.
Pero la mayoría de los que retornamos de vez en cuando, ¿qué buscamos? Algo diferente a la ciudad: paz, el huerto, criar vino. Otros sencillamente quedan en la bodeguita del amigo o en la suya, o se van al bosque donde hubiere, o salen al amanecer o antes del anochecer en bicicleta, o se sientan en el bar a charlar de lo que se tercie. Además se aprovecha para ver a aquellos que crecieron contigo, que estudiaron o jugaron a tu lado. Luego, en el silencio de la noche o del amanecer, sin aquellos rebaños que antes poblaban estos lugares, algunos como yo recorren sus calles para sentirse de nuevo de pueblo sin serlo, porque ya no hay nada casi tuyo del presente, tan solo el recuerdo y la sonrisa de los que nunca se movieron de tu ayer.
Santiago Zurita (profesor y escritor)