Soy un chico de pueblo, pero mi corazón adulto es de capital de provincias. Lo que vengo a decir es que mi educación sentimental no ha estado ligada tanto al hecho circunstancial de haber nacido en una localidad determinada, como al hecho vocacional de ser lector. Siempre preferiré como patria una biblioteca pública (cualquier biblioteca pública) a una ciudad (cualquier ciudad).
 
Una tarde de hace más de diez años, paseando la mirada por los lomos de los libros de la biblioteca, di con uno de título sugerente por extravagante: Los hemisferios de Magdeburgo. Su autor: Andrés Trapiello, a quien solo conocía como contertulio de radio. Aquel libro de prosas, hecho de fragmentos de lecturas, viajes, paseos por el Rastro, estampas costumbristas, polémicas cuyos protagonistas escamoteaba bajo una X (aunque daba pistas de identificación para el lector malicioso) y cualquier otra cosa que se le viniera a la cabeza al autor, me fascinó tanto como cualquiera de las grandes novelas. Y lo mejor de todo es que ese gozo podría repetirse, porque había más libros como ése, los que componen el ya famoso Salón de Pasos Perdidos, que va por el tomo veinte y seguirá aumentando, para regocijo y fastidio de sus lectores, que tenemos que buscar la manera de acomodar todos esos libros en nuestra biblioteca. Desde entonces se ha convertido en una costumbre personal leer cada año por estas fechas uno de esos tomos, en ocasiones el más reciente, en otras alguno más antiguo que aún tenga pendiente.
 
De Trapiello me viene el gusto por el ambiente provinciano (en el caso de Palencia, lo que las franquicias colonizadoras van permitiendo que sobreviva de ello): los casinos y sus tertulias, los soportales, los viejos comercios, las campanadas que llaman a misa, los cafés… De ahí también la afición a la rebusca en las librerías de viejo y mercadillos, siempre a la pesquisa del libro deseado o al descubrimiento de viejos autores de segunda fila, casi siempre justamente olvidados, pero cuya obra tiene el encanto de lo que se sabe escrito para el olvido.
 
A uno de esos autores, el palentino Valentín Bleye y su Rapsodia de la ciudad abierta, se refiere Trapiello en el prólogo de El fanal hialino. Cuando lo leí, me pregunté quién fue ese Valentín Bleye de quien nunca oí hablar en Palencia, a la vez que despertó en mí el afán compulsivo por conseguir ese libro. A pesar de mi búsqueda entre el polvo de los libros arrumbados en los rastros o por los listados de iberlibro, no lo he encontrado, o no al menos a un precio asequible para mi curiosidad.
 
Quizá así sea mejor, tener ese libro ahí, indefinidamente en mi anhelo. De esta manera, puedo seguir fantaseando con su contenido, que no es un goce menor al de la propia lectura. Por su subtítulo (Dietario lírico) y la época de publicación, deduzco que seguramente reunirá prosas alambicadas sobre menudencias: el asombro del paso de las estaciones, la necrológica de alguna amistad, la fiesta del patrón, el elogio de un libro compañero, la melancolía del tiempo, la monotonía de la provincia… Esas naderías que a algunos ahora nos resultan tan encantadoras, pero que era de lo único que se podía escribir en un periódico durante la dictadura franquista, esa época en la que estaba prohibido escribir de lo que realmente había que escribir.
 
Y seguiré imaginando a Valentín Bleye, de quien apenas he encontrado noticia en Google, como otro de esos olvidados periodistas de provincia que escribieron mirándose con resignación en el espejo esteta de González-Ruano y sus columnas de tirada nacional. Quizá incluso hiciera un día la visita de rigor al maestro en el Café Gijón, y le saludara con tímida admiración, o no se atreviera y volviera resentido a Palencia, tal vez con un ejemplar de su Rapsodia de la ciudad abierta bajo el brazo, después de tomar un café a dos mesas de donde Ruano instalaba su despacho cada mañana… ignorando que todos, el entonces célebre Ruano, el mismo Bleye y nosotros somos todos al fin lo mismo: sombras que se pierden por una calle solitaria.
 

Jacob Iglesias de Guzmán