La hierba alta y el adobe derrotado. Ventanas que dejan pasar el viento sin oponer resistencia, y jambas que ya no sujetan puertas. Las calles desiertas con ecos lejanos de niños y animales, la plaza desolada que albergaba el mercado. Periódicos con fechas lejanas en el tiempo ejercen de alfombras en suelos de casas huérfanas. Hogares otrora dulces al calor del fuego, yacen inertes y desvalijados por el tiempo y los desalmados. La tierra llora la ausencia de manos que la trabajen. Las cuadras añoran a los pastores y sus particulares sonidos. Todo es lamento en medio del terrible silencio. En la patria del vacío.

De vez en cuando, al calor de estío, llegan visitantes a lomos de bicicletas. Jóvenes como los que antaño hacían del pueblo un bastión contra los vecinos de al lado. Riñas y honores ofendidos eran pan nuestro de cada día en la Tierra de Campos, en la vieja Castilla. Los recién llegados, veraneantes con la piel quemada que delata su origen urbano, siguen llevándose en los zurrones la memoria del lugar. Los pocos recuerdos que sujetan los endebles tabiques y las maletas que no verán más viajes. Los rezos que ya no serán en la destartalada iglesia. Cuando se marchen, y vuelva el invierno, las heladas seguirán tirando abajo paredes y más tejas caerán de sus atalayas. El olvido es más eficiente amparado en la niebla y el frío.

La última lucha es para no desaparecer de los mapas. Para que al menos los cazadores de recuerdos encuentren un filón cada vez menos boyante y satisfagan así sus inquietudes de urbanitas arqueólogos. Seguir en el mapa es un hilo de vida. Un testimonio de lo que fue. Es mantener el frente de batalla contra el abandono. La esperanza de que vuelvan las bicicletas.

La despoblación es el problema más grave al que se enfrenta nuestra tierra. Su terrible avance cobra especial relevancia en pueblos como el que describo, que visitaba de niño junto a mis amigos de Villalón de Campos. Las cifras son la constatación científica de esos sentimientos que te sobrecogen al pasear por lugares en los que no cuesta imaginarse como fue la vida antaño. Podemos hacer más, y debemos hacerlo para luchar contra este enemigo terrible que pretende condenar a las próximas generaciones al exilio. Puede que todavía estemos a tiempo.

Ion Antolín Llorente