Se han acabado las fiestas de la Santa Cruz y como siempre mis paisanos han disfrutado como si fueran las primeras, porque la alegría en Astudillo es siempre contagiosa y te envuelve, te arrastra sin darte cuenta, gracias a personas que te quieren, que desean estar contigo y que forman parte de ese vínculo de hermandad que nos une. Yo, en los días que no he estado, he vagado como un espíritu por los alrededores del Palacio de Pedro I, luego me he adentrado en la villa por la Puerta de San Martín, siguiendo la estela de Agmag e ido directo hacia la plaza para terminar en el atrio de Santa Eugenia. He subido a las bodegas e incluso mi espíritu me ha llevado a lo alto del castillo de la Mota. Desde allí, como el joven enamorado Samuel, divisé los tejados, las chimeneas, la espadaña de la iglesia de San Pedro sin olvidarme de la ermita de Torre, allá en las  profundidades de la niñez de Juana la pastora, recogiendo el pan y queso que obsequiaban. Luego llegó el día presencial y no me defraudó en nada, sino que la realidad superó con creces a mi imaginación porque Astudillo es eterno, dadivoso, cariñoso con el extraño, pero más aún con el que se fue y es aún añorado. Y es que esta villa es alma en carne viva, piedra, arte envuelto en el tiempo, hogar de castellanos nobles y villanos, gente agradecida y despechada, personas al fin y al cabo de carne y hueso, que tuvieron y tienen la suerte de disfrutar de los suyos, de aquellos que nacieron con buen corazón, de esos que palpitan bien sincronizados, a los que nunca olvida el bienaventurado. Porque Astudillo  es un perfume que exhala serenidad, paz y momentos para el recuerdo y los que allí habitan gozan del aire contagiado del frío en invierno, con tintes de madera ardiendo en el hogar, del olor a pan recién horneado, a fiestas ancestrales con el toro enmaromado para deleite de los atrevidos teñidos en vino de cepas olvidadas. Porque Astudillo es el camino que aman los hijos que crió y que sueñan los que se alejaron, un viaje de ida y vuelta lleno de breves instantes en el recuerdo; es un vaso lleno que hay que apurar poco a poco hasta que la vida te mece en su último aliento. Porque Astudillo es el eco de lo bello, de lo bien hecho. Es el principio y el final de todos los que sueñan entre sus calles empedradas, entre sus bodegas ancestrales, entre esas casas solariegas que te sumergen en su aliento mojado de esa Castilla eterna, dulce y olvidadiza, y donde una campana tañe, de vez en cuando, con la precisión y lentitud de la ocasión, el final del camino de uno de los hijos que meció entre sus manos invisibles, entre sus pechos empedrados, entre sus ojos llorosos y asustados, acogiéndolo en su lecho para no olvidarlo, para no sentenciarlo al anonimato, sino para recordarlo en los días de primavera, otoño o invierno, renaciendo en el ocaso del verano como buen hijo del viento que sopla entre las bodegas de las fiestas de septiembre, rodeado de buenos amigos, buen vino y buen hacer.
 
Santiago Juan Zurita Manrique